Bergen nos despide tal como nos recibió, con una lluvia fina bajo un mismo cielo gris. En medio, los días de verano noruego, variables de hora en hora en su climatología que, sin embargo, no nos impidieron disfrutar cada una de las visitas y paseos, alguno de ellos a través del monte y siempre apegados a la vista de los fiordos que conforman el laberinto de agua que resulta ser Noruega. Porque decir Noruega es decir agua; agua en los ríos que se desprenden de los glaciares con su color verdoso a donde vuelven a desobar los salmones y en donde las truchas encuentran ancho acomodo; agua desplomándose de las alturas en cascadas rasgando las paredes verticales de los fiordos en las que, desde su verticalidad o a veces suavemente tendidas, la vegetación lo cubre todo; agua acumulada en las nubes que nacen lentamente de los fiordos y se elevan agarradas a las laderas de los montes mientras se hacen jirones en formas admirables; agua de nieblas por entre las cuales lo más difícil es no imaginar el avance silencioso de las naves vikingas, hoy sustituidas por buques modernos que de manera eficiente forman una buena red de comunicaciones y transporte. La sinfonía del agua les da color y vida a bosques de verdes increíbles, más verdes aún en las escasas superficies convertidas en praderas entre los estrechos valles; y, cuando no, todo este laberinto y arpa de agua se convierte en islotes, canales, entrantes y brazos de agua visitados por focas y delfines que se dejan avistar de vez en cuando.
Noruega, laberinto de agua – agosto de 2011
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