SAN SEBASTIÁN
2018-2022
No se necesitan muchas excusas para visitar la ciudad de San Sebastián, también llamada Donostia en la conjunción de dos palabras latinas, Domine (Señor) y Ostium (Ostia = Puerto), que vienen a señalar al santo como Señor del Puerto. Ambos nombres son los oficiales para referirse a esta bella ciudad costera del País Vasco.
En las dos últimas y espaciadas visitas los motivos fueron la presentación del libro de una autora donostiarra, buena poeta y buena persona, María Jesús Beristain, y el de una entrevista conducida por Dory Lansorena en la radio local DK Donostia, en las dependencias de una Casa de Cultura, para hablar de lo que hago, en general, y en particular de mi último libro “Ruido de ángeles” (Ediciones Vitruvio, Madrid-2020). Como he dicho, dos buenas excusas para tomarse el día y aprovecharlo paseando la capital guipuzcoana.
En ambas ocasiones el tiempo y la climatología vinieron a acompañarnos en las dos estaciones diferentes de la visita, el otoño y el invierno. Día algo nublado otoñal, pero con cielos de grandes claros, y día despejado y soleado de invierno con un aire fresco que animaba a pasear. Y así fue. La inexcusable playa de la bahía de San Sebastián, el entorno del Ayuntamiento, la Plaza Mayor con ecos de tamborradas, el Puerto por el paseo hasta el Museo Marítimo y el Aquarium y, más allá, la escultura de Chillida, Construcción vacía, en el Paseo Nuevo. Al otro extremo de la bahía, el Peine de los vientos
. Entre ambos lugares adornados por las esculturas, la magnífica playa y bahía de La Concha, con la isla de Santa Cristina en medio y los montes Igueldo y su castillo en un extremo y, en el otro, el Urgull. Todo un espectáculo natural de luz e intensos colores que las olas armonizan con su rumor desvaneciéndose entre las arenas doradas de la playa. Algunas mujeres de cierta edad caminaban decididas hacia las aguas, un nutrido número de personas pasean, otros juegan al balón y un artista inconformista deja con un rastrillo una serie de palabras y frases reivindicativas entre las que destacan liberté, egalité, fraternité, bajo la firma gigantesca con la palabra Cuore. En el paseo, un par de jóvenes ecologistas, cámara en mano, entrevistan a los transeúntes que se prestan a ello para preguntarles por lo que saben de la “huella hídrica” y hacer pedagogía medioambiental tocados con un sombrero. Los caballitos de época, una preciosa reliquia, pieza de museo y memoria de los sueños infantiles de los años cuarenta del pasado siglo, están parados, pero en la imaginación dan vueltas con todos sus vivos colores y reflejos de espejos.
El puerto, que fue pesquero, se ha partido en dos; uno acoge embarcaciones de recreo, el otro los pocos y pintorescos barcos de pesca que faenan en las costas del golfo de Vizcaya. Las casas, pegadas a la ladera del monte -limpias y bien conservadas- despliegan las ropas tendidas a secar al aire. Adosado al talud de la montaña, y en línea con las viviendas, se erige el monumento al popular Aita Mari, como se conocía al humilde pescador José María Zubia, un hombre generoso y valiente que salvó de ahogarse en el mar a muchas personas y que él mismo despareció para siempre en el mar, de manera heroica, en una de sus tareas de salvamento. El sol de media mañana ilumina las fachadas de las casas. Se respira tranquilidad, los bares comienzan a abrir sus mostradores con la tentación de los pinchos y los restaurantes adecentan sus mesas y ultiman sus menús. El Aquarium es un remanso de paz al que ponen notas alegres algunos niños que lo visitan junto con sus familias, tratando de establecer el parentesco entre los peces que nadan agrupados o en solitario dando vueltas, impasibles, una y otra vez sin perder el orden. Llaman la atención, como no podía ser de otro modo, los escualos.
Es San Sebastián, entre piscina con peces y piscina, ciudad de poesía y arte. Inevitable dejar de evocar el Kursaal y el festival de cine que anualmente se celebra y reparte los premios de la Concha de Oro en el hotel María Cristina; inevitable que el pensamiento no acompañe los pasos a la orilla del río Urumea, grave y profundo en su caudal, de Gabriel Celaya, el cual nació aquel año de 1911 en Hernani con el nombre completo de Rafael Gabriel Juan Múgica Celaya Leceta, y vino a quedarse en San Sebastián con el nombre reducido de poeta. Comprometido políticamente, culturalmente, vitalmente, militó en el Partido Comunista, conoció a Federico García Lorca en la Residencia de Estudiantes, amigo de muchos como el vizcaíno Blas de Otero, o del leonés Eugenio de Nora para escribir en la mítica revista Espadaña que fundaron en años difíciles el mismo Nora, González de Lama y Victoriano Crémer, en León. Gabriel Celaya, que concibe la poesía “como un arma cargada de futuro” al servicio de la transformación social y el progreso, nos aconseja: Levanta tu edificio. Planta un árbol. / Combate si eres joven. Y haz el amor, ¡ah, siempre! / Mas no olvides al fin construir con tus triunfos / lo que más necesitas: una tumba y un refugio. Y se despide sin dramatismos: Quizás, cuando me muera, / dirán: Era un poeta.
Los puentes de San Sebastián extienden la ciudad por las dos orillas del Urumea; con sus vistosas farolas, estatuas y amplios ojos sujetos a los tajamares de sus pilastras, nos invitan a cruzarlos y sentir la robusta decisión de sus piedras de sujetar las aguas profundas del río y dejarlas correr hasta la orilla del mar que se acerca a su desembocadura. La antigua Tabacalera, en la margen derecha del río, data de 1888 y se conserva con todo el empaque de un edificio fabril de línea estética muy avanzada para la época y que hoy se destina a usos culturales. Los alrededores conforman un barrio con personalidad propia y marcada influencia obrera; en este barrio de Egia se pueden encontrar establecimientos interesantes, como el restaurante vegetariano Garraxi Taberna, con una cocina sugerente, variada y amena; como curiosidad hay que señalar que tú mismo te montas la mesa, recoges los cubiertos, los vasos, el agua, el vino y el pan. La variedad de platos y su elaboración lo hacen atractivo hasta para los que no somos vegetarianos, y la relación entra la calidad y el precio es inmejorable con menús de unos 12 euros.
Entre las calles del casco antiguo de Donostia se hacen sitio estilos e iglesias como la de San Vicente o el barroco de la Basílica de Santa María del Coro. Conviven las oraciones y las misas con las tascas, bares y restaurantes, sin ningún problema. Los precios de las misas los desconozco, pero los de los pinchos –abusando de que están realmente buenos- son caros, y más caros aún los menús de los restaurantes; aún así, es posible encontrar algunos más asequibles y buenos. Todo consiste en buscar un poco.
Y el tiempo se agota. La tarde empieza a hacerse noche. Se iluminan las avenidas y la ciudad comienza una nueva vida que apunta a la nocturnidad. Los músicos callejeros abandonan las aceras. Y nosotros tenemos que irnos también. Hasta la próxima.
González Alonso
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